Tras
cristales limpios, transparentes y quizás a prueba de balas, la panorámica que
se abría ante mis ojos, hacía intuir que el runrún de un enjambre incalculable
de almas ansiosas de vida, porque la música es vida, era el preludio de que
todos los presentes se encontraban a un tris de vivir un antes y un después en
sus vidas. Almas ávidas de vida, de cantar, de oír, de hacer correr la adrenalina
libremente por cada milímetro de su cuerpo. Eso era lo que se olía desde mi
atalaya, desde el zenit del cubil ovalado en el que me encontraba.
Vista
de halcón y oído de búho. Y sí, también excelso olfato como si de elefante se
tratara. Porque sin oler, por el aislante del grueso vidrio, sentía que aquel
ambiente que me permitía mi halcónica posición, olía a desquite; a un largo y
esperado desquite por el obligado parón que nos impuso la maldita pandemia. Sí,
era lo que se olía sin tener porqué oler nada. Y toda esa potenciación de mis
sentidos, debido a mi prominente y privilegiada situación.
Y de
pronto, todo se oscureció. Haciendo valer mis dotes, no ya de halcón, sino de
búho, por aquello de la oscuridad, e intuyendo al mismo tiempo que muy pronto se
daría una explosión de sonido, un trueno de armonía, un … … … … … .., sucedió lo que todos los allí presentes venían buscando-. Luz, sonido y olor. Vida. Pura vida. De vuelta a la vida. Y
todo el óvalo se embarazó de ilusión, una ilusión que sirvió de tapadera para
soldar la abertura cenital que, también de forma ovalada, impedía que ningún
sentimiento de corte positivo pudiera escapar del recinto. Ni siquiera la
dichosa lluvia que hizo su aparición en los primeros trances del evento pudo
arruinar el mágico momento; otra vez más el malo perdió la partida, teniendo
que abandonar nuestro elíptico cubil con las orejas gachas, y dejando a más de
cuarenta y cinco mil almas gozar como hacía ya mucho tiempo no lo hacían. Más
de cuarenta mil pares de manos aleteando al son de lo que ebullía de los casi
treinta metros de frente de escenario.
Era
increíble cómo un ser tan minúsculo podía producir tantas sensaciones
placenteras. Un ser de tan minúscula apariencia pero con tanta enormidad de
bondad y humildad. Cómo tanta sencillez podía irradiar ese torrente de
sensaciones.
Siempre
actuando con las mismas ganas y entrega, allá por donde actuara.
Pero
hoy en su morada, en su casa, y en compañía de su banda, parecía que se multiplicaban
las ganas de transmitir
¡Y
vaya si lo consiguió! Una tras otra, acompañado por todos los habitantes de
este histórico momento, hicieron que la noche se convirtiera en mágica, en pura
vida.
Bilbao
se lo merecía; y ¡qué coño!, Fito también; se merecía encontrar el tesoro que
hasta hoy estuvo buscando.
Gracias
por regalarnos esas casi tres horas de ilusión.