Nada ni nadie podía hacerme imaginar, ni en lo más recóndito y rebuscado de mis historias, que desde veinticuatro horas más tarde de haber asistido con mis amigos al concierto de Sting, en el para mí ya lejano cuatro de agosto, me encontrase todavía en esta habitación de hospital; y lo que es peor, sin saber hasta cuando se va a dilatar mi estancia.
Pero es necesario decirlo todo; o casi todo. Así, si los principios fueron abisales, casi rayando con el no-ser, las rendijas de las persianas de la fe, comenzaron a dejar pasar algunos rayos de esperanzas, rayos que cada vez fueron más intensos y luminosos. Y fue el tiempo y el buen hacer de los profesionales (otra vez los profesionales sanitarios) los que provocaron que la primavera comenzase a pedirme que bailase con ella. Y nuevamente el tiempo. Ese tiempo que espero que me ayude convertir esa primavera en el más hermoso de los estíos donde el no-ser no aparezca ni en los sueños.
Y es curioso lo de la mente humana, extremadamente curiosa y caprichosa, aunque lo realmente caprichoso es el ser humano. Nunca pensamos en nuestra existencia; nunca valoramos lo que tenemos, cayendo en ello cuando danzamos por el filo de la navaja o en el borde del precipicio. Al igual que los versos de Serrat en "Lucía", "No hay nada más amado que lo que perdí", cuando vemos que el ser se nos escabulle de las manos, nos asimos a él como si fuera lo que siempre hemos anhelado, no cayendo que, sin darle nunca su valor, siempre fuimos su dueño.
Así que, viendo que la canícula está a punto de convertirse en un ovillo conmigo, prometo ante todos vosotros que danzaré con el ser como si no hubiera un mañana. Prometo.