lunes, 11 de diciembre de 2023

CONCATEDRAL

 Todo ocurrió en cuestión de minutos . Tras tomar asiento en el banco número once de la fila de la izquierda, contado desde el altar, Claudia, mi mujer, me dijo que no le importaría confesarse -la verdad fue que dijo que necesitaba hacerlo-. No sabíamos dónde se encontraba el confesionario, por lo que decidí ir a preguntárselo al sacristán, que no paraba de dar vueltas por todo el perímetro interior de la concatedral de Santa Maria, encendiendo velas.  


El aspecto del sacristán era de total semejanza al personaje interpretado por Claude Frollo en “el jorobado de Notredâme”: su joroba, su cojera y su aspecto siniestro revelaban que los dos habían usado el mismo molde para existir. Pero tengo que admitir que, en este sacristán del templo cacereño, todo lo que tenía de apariencia macabra, lo tenía de una forma rebosante en su trato, de amabilidad.

- Sígame y le acompaño hasta donde se encuentra el páter.

- No soy yo -le respondí -, es mi señora la que desea confesarse.

- Bien, que me acompañe ella.

Claudia acompañó al sacristán por un pasillo medio a iluminar con tenues luces hasta llegar a un minúsculo cuarto con dos puertas, una la de entrada y otra segunda junto al confesionario, donde ya se encontraba el párroco confesor aún sin haber cerrado la celosía. En apenas cinco minutos ya se encontraba Claudia sentada  a mi lado en el banco número once. Un par de minutos después, cuando ella acababa de finalizar la penitencia mandada por el confesor, se nos acercó un señor de unos treinta años de edad, acompañado de la que presentí que era su pareja, también sobre la misma edad, preguntándole a Claudia que dónde se encontraba el confesionario, indicándoselo ella, aunque le aconsejó también que se lo comunicase al sacristán para que los acompañará. Así lo hicieron, viendo yo como la joven pareja seguía los pasos del desacompasado bamboleo del ayudante parroquial. A los pocos minutos vi como tomaba asiento en el banco, el número diez de la fila de la derecha, el chaval, de barba pelirroja, intuyendo yo que su pareja estaría todavía en el confesionario. Los minutos iban pasando y la pareja del pelirrojo no regresaba a su lado, oyéndose entonces el tercer toque de campana, señalando que eran las en punto y que comenzaba la santa misa. Unos minutos después del tercer toque, y procedente del pasillo que traía del cuarto del confesionario, se acercaba por el ala derecha de la iglesia , y con destino al altar, el párroco que oficiaría la misa. Un gran murmullo se escuchó en toda la iglesia. No era el párroco que se encontraba en el confesionario, que era el que todos y todas allí presentes esperaban que fuese el que subiese al altar. No es él, me comentó Claudia. El primero que mostraba su extrañeza fue el sacristán, quién, recorriendo una y otra vez todo el largo de unas de las galerías, preocupado, daba la sensación que había perdido la joroba y hasta sus andares camballantes. 

La misa continuó, no sin que las parroquianas dejasen de murmurar, y justamente cuando los feligreses daban cuenta del rezo del credo, un hilo continuo de sangre comenzó a caer al pasillo de la nave central, y a la altura del séptimo banco, a través de la base de una de las dos grandes lámparas de agua que colgaban de la unión de los nervios de la gran bóveda. Las caras de los feligreses eran un poema; todos elevaron sus miradas, abandonando sus rezos y comprobando que la sangre, procedente del techo, se deslizaba cable abajo hasta llegar a la lámpara. Los murmullos se convirtieron en gritos, comenzando a salir todos los asistentes en tropel.

(Continuará)

La nave concatedralicia quedó desierta; sólo las luces tintineantes de las velas y el ir y venir del sacristán esperando la llegada de la policía rompían