Realmente
no lo conozco, pero sí puedo decir que la brillante idea fue de lo
más nefasta. Si todas las ideas de este “cerebrito” municipal,
de ese “bien pensante” al que contribuyo pagando su sueldo
mensual, son tan brillantes, estamos todos los contribuyentes de este
rincón sureño con el derecho de exigir a quien corresponda que se
dé una llamada de atención a ese excelente ejecutor de órdenes.
Pero la culpa no la tiene él; la culpa la tiene el responsable de
ese ejecutor, el que tuvo esa feliz idea y ordenó que se llevara a
cabo.
Y
viene a mi memoria una historia que me contaron hace ya muchas
canículas, y que al recordar el número aproximado de ellas, me han
hecho pensar que llevo más vividas que las que me quedan por vivir.
Pero no vamos a pensar en ello y vamos a seguir con la historia que
me relataron, de la que tengo que decir que dudo de que fuese cierta,
aunque tampoco sería de extrañar.
Me
contaron que nuestro monarca Borbón Carlos III, contagiado
de las ideas ilustradas que recorrieron las monarquías europeas de
mediados del XVIII, y de ello pueden dar fe los vestigios
arquitectónicos de los que todavía podemos disfrutar, y de
acuerdo con la idea de Monstequieu de que para ser un buen gobernante
hay que estar con su gente y no por encima de ella, intentó llevar a
cabo una política orientada a mejorar la vida de sus súbditos, afán
el suyo que le llevó a que se le pueda calificar como el monarca (y
vamos a remitirnos tan solo a una etapa de la historia) más “normal”
dentro del absolutismo español. Pues bien, tan profundas reformas
intentó realizar y tantas obras y edificaciones ordenó a que se
levantasen, que no todas se realizaron. Y no se realizaron porque
aunque las ordenó, no supervisó que se hubiesen ejecutado.
Así,
los actuales cicerones que recorren los rincones madrileños
explicando a los turistas las construcciones erigidas en tiempo del
rey ilustrado, se vanaglorian y se entusiasman explicándolas con
todo tipo de detalles.
Cierto
día, uno de esos cicerones, tras visitar la Puerta de Alcalá, el
ministerio de Hacienda (antigua Real Casa de la Aduana) y otras
tantas edificaciones levantadas durante la época ilustrada, se paró
con sus turistas en plena Casa de Campo y les comentó que tenían
delante de sus ojos el Palacio que el monarca había ordenado
construir en honor de su fallecida esposa María Amalia de Sajonia.
Todos los turistas se miraron incrédulos tras la explicación del
cicerone al comprobar que delante de sus ojos no había ningún
palacio, y que solo veían un enjambre de pinos piñoneros. Una de
esas visitantes se dirigió al guía turístico comentándole que
diese una explicación del porqué había hecho ese comentario sobre
el palacio en honor de la reina fallecida, a lo que el cicerone
contestó lo siguiente: “efectivamente, señora, el rey ordenó que
se levantase el palacio en honor de su amada mujer, pero nunca llegó
a supervisar que su orden se hubiese cumplido”.
Y lo
mismo que ocurrió con la orden dada por el rey ilustrado, ha
ocurrido en esta capital sureña. El responsable municipal de parques
y jardines ordenó en su momento que se construyera un parque con
todo tipo de árboles, salpicado en su interior de confortables
bancos de madera donde el paseante pudiese descansar a la sombra de
los frondosos árboles. Y efectivamente, dicho responsable municipal
supervisó que los árboles se plantaron, que los bancos de madera se
anclaron al suelo, pero no supervisó que exactamente encima de tres
de los bancos que salpicaban el parque, instalaron tres criaderos de
palomas, que a día de hoy se pierden entre ramas a la vista de los
paseantes y que por la ley de la gravedad hacen que los asientos
reciban de vez en cuando los excrementos procedentes de los
palomares.
Y
cuento esto porque hoy, cuando, un par de horas después que pasase
el pelotón de limpieza del parque y dejasen impolutos los bancos,
tomé asiento con la intención de, con vista a la bahía, juntar
algunas letras en mi bloc, recibiendo la sorpresa en plena libreta ya
garabateada, de un recuerdo fecal de algún palomo buchón. Mi
reacción no fue otra que la de dejar de escribir en el asunto que me
ocupaba y, tras cambiarme de banco y cerciorarme que en mis alturas
solo existían ramas de un moral, escribir sobre el incidente que
había sufrido en primera persona.
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